El fiasco de la justicia panameña

La justicia en Panamá ha pasado de ser nula, pactada e inoperante a excesiva, selectiva y disfuncional. Los únicos indagados o condenados, hasta la fecha, no tienen ni fortunas ni apellidos rimbombantes. El espectáculo exhibido por el Ministerio Público (MP) ha sido más para mitigar la presión mediática que para ejercer un deber profesional. La incompetencia de las fiscalías ha propiciado la admisión de denuncias falaces, manipuladas o insustanciales. Pongo como ejemplos, sesgos aparte, los casos de Lucy Molinar, Alberto Maggiori o mi hermano. Los han investigado hasta la saciedad, escudriñando cuentas bancarias, transacciones financieras, bienes adquiridos, cuestionamientos a proveedores, auditorías a licitaciones, etc., y no les han encontrado ningún indicio de enriquecimiento injustificado. Como les cuesta asimilar que también hubo funcionarios honrados en la administración pasada, mantienen impedimento de salida del país acusándolos de supuestas irregularidades administrativas, muchas de las cuales responden a pruebas amañadas, contradictorias entre sí, realizadas por auditores internos sin idoneidad y con evidente sed de venganza (para muestra solo hay que leer los argumentos biliosos del Sandalio gremialista, despedido por mediocre y vago pero ahora en puestos directivos de la CSS, que rebuzna de manera pusilánime a través del paradójico seudónimo “sincerohonesto”). Otros exdirigentes, sin ser gente peligrosa ni fugitiva, están en detención “preventiva”, irrespetando la presunción de inocencia, destruyendo la dinámica familiar y dilatando la posibilidad de un juicio neutral.

La justicia se entretiene con expedientes de poco relieve, parece cuidarse la impunidad de los más poderosos para potenciales componendas políticas o económicas de conveniencia. Tanto alarde sobre la posesión de evidencias contundentes contra Martinelli, pero por violación al debido proceso, lentitud de trámites jurídicos, fabricación artificial de testimonios o inconsistencia en alegaciones, las diligencias de extradición no prosperan, algo que genera suspicacia de incompetencia o complicidad. Quizás, con el destape del tema Odebrecht, no conviene proseguir con la traída del expresidente a suelo istmeño, debido al riesgo que supone su conocimiento sobre los tradicionales contubernios de los “famosos”, quiénes amparados en las promesas de no agresión, escapan habitualmente del embarre de corrupción. Resulta curioso percatarse que, con este enorme escándalo internacional, el Tribunal Electoral no quiera revelar las donaciones a candidatos ni la Contraloría proceda a evaluar todas las obras de la constructora brasileña en el período 2005-2016. Sería una buena señal que el MP se meta de lleno en este grotesco y masivo enjambre de podredumbre política, sin importar el calibre de nombres que vayan apareciendo durante las indagaciones. De paso, convendría explorar los más que posibles entuertos de otros emporios comerciales, los cuáles aprovechándose de las acostumbradas prácticas clientelistas de los tres órganos del Estado, han ido crónicamente drenando las arcas públicas.

La Asamblea Nacional es, sin duda, el peor antro de corrupción en nuestro territorio. Ningún gobierno ha tenido la fortaleza moral para auditar el destino de las millonarias partidas otorgadas a los “legisladores” para hipotéticas obras en sus circuitos electorales, pese a que la petición formal descansa en algún gabinete de la Corte Suprema. Como señala la diputada Zulay, la taquilla de sobornos está localizada en este recinto parlamentario y desde hace mucho tiempo. Para distraer la atención del pueblo y alejar los focos de sus podridas actuaciones, se enarbola la bandera del nacionalismo barato contra la lista Clinton (la honestidad es mejor manera de honrar a la Patria y sus mártires que lanzar piedras al consulado gringo). Me desagrada la intromisión de un embajador foráneo en asuntos soberanos, pero dificulto que Estados Unidos no tenga pruebas claras contra un individuo, cuando procede a incluir su identidad entre los perseguidos por su sistema judicial. La cuestionada decisión de la vicepresidenta sobre no defender la honra de un ciudadano panameño, hace presumir que el gobierno tiene información fiable sobre la gravedad de las acusaciones. Concuerdo, sin embargo, con el periodista Tapia en que la presunción de inocencia debe ser venerada hasta que no se visibilicen las certidumbres incriminatorias. Celebro las acciones de la sociedad y de la cancillería para conseguir la prórroga de operación a la corporación GESE. La Estrella, por su postura más equilibrada, hace contrapeso a las líneas editoriales antagónicas entre La Prensa y El Panamá América.

Mientras la justicia no actúe de manera vehemente en el vergonzoso Cemis, en la confesión de pagos por Tito Afú o Bosco Vallarino, en el delito de intrusismo profesional de Grimaldo Córdoba o en la obscena conducta de Mossack-Fonseca y de otros bufetes de abogados, que esconden fortunas procedentes de coimas, evasión de impuestos y actividades de narcotráfico, pero si lo hace en todas las imputaciones del CD, aunque sólo a partir del mes 27 de gobierno, ¿cómo pretende la procuradora convencernos que, aún con la inestimable ayuda del espíritu santo, la sociedad sabrá la totalidad de los espurios vericuetos de Odebrecht, un hedor que probablemente contamina a numerosos políticos, abogados, sindicalistas, jueces y periodistas? Si se preserva también la impunidad en este colosal aquelarre delictivo, se producirá el más grande fiasco de nuestra inmadura democracia en sus 25 años de existencia. Sólo espero que la indignación social por la confabulación sea de tal magnitud que conduzca a una completa revolcada del sistema político panameño. Un mejor país es posible. Basta ya.

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